La gente de nuestra época, acostumbrada a buscar la comodidad en todas sus formas, se desolarían al contemplar o tener que compartir la vida en una casa o un castillo medieval. En aquellos siglos un techo y unas paredes eran suficientes para sentirse cómodos. Muchas veces las casas se componían de un solo local que compartían hombres y bestias dándose mutuamente calor y, en casos más refinados, un hogar situado en el centro de la misma, sin chimenea, calentaba con sus llamas y sus humos las noches de invierno. No era ninguna incomodidad dormir varios en compañía apretados, pues se apreciaba más el calor que la intimidad. Jergones de paja que se extendían por el suelo o sobre bancos, cuando los había, constituían la cama.
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Casa campesina |
Los de
clase más baja, que no poseían muebles de ninguna
clase, dormían en el suelo aguantando la humedad y las
ratas que frecuentemente se paseaban sobre los
durmientes. La frase «hacer la cama» data de la época en
que le daban a uno un saco y paja para hacérsela uno
mismo. En su libro Caliente y Confortable, que es una historiade la cama, Lawrence Wright dice:
«En aquella época ni las personas de alto rango tenían lo que ahora
llamamos “cama”. Sin embargo, la ropa de ésta estaba ya más de
acuerdo con las ideas modernas: el almohadón, la almohada, la
sábana, la colcha y, acaso, sobre todo ello, pieles de cabra o de oso.
El arte de la fabricación del cristal se había perdido y las ventanas
no podían dar luz sin correr el riesgo de la lluvia o del viento. La
defensa exigía, además, ventanas pequeñas. En la habitación oscura y sin fuego, la fuente de luz no podía ser más que una masa de sebo
colocada alrededor de una caña y clavada en un palo.
Las paredes de los castillos estaban enjalbegadas o
pintadas de vivos colores; en la Baja Edad Media eran
corrientes los tapices, las ventanas no eran más que un
agujero por el que penetraban el viento y la lluvia, por lo
que se tapaban con ropas o madera que se retiraban de
día para que entrase la luz. Los tapices colgaban de una
barra de madera a fin de poderlos quitar fácilmente
cuando su propietario iba de viaje, pues a dondequiera
que fuese se colgaban en la habitación que ocupaba para
que se encontrase como en su casa.
No existían despertadores, el lugareño se despertaba
con el canto del gallo y los señores eran despertados por
sus sirvientes; algunos al irse a dormir encendían una vela que, dividida en segmentos, les indicaba las horas
que dedicaban al sueño. Era un sistema muy rudimentario y por supuesto nada exacto, pues las corrientes de aire y
la mala calidad del sebo lo hacían imposible.
Se dormía desnudo .
En 1279 un sacerdote incluye en una lista de los actos
que una esposa no puede hacer sin el consentimiento del
marido: el dormir con camisa. En un fabliau
francés se llama excéntrica a una dama porque se va a la
cama en camisa, pero el hecho se explica porque la tal
dama deseaba ocultar un defecto.
Era costumbre recibir a las visitas mientras se estaba
en la cama, que era una especie de asiento de honor
durante el día y que, más adelante, fue sustituido por el
canapé, cuya primera mención data del año 1221.
En los monasterios había habitaciones para los
huéspedes, que muchas veces eran más cómodas y
limpias que las de las casas particulares. A su cuidado
estaba el monje hospedero que tenía que suministrar
«colchones, mantas y sábanas no solamente limpias sino
sin roturas, colchas bien gruesas y largas y agradables al a vista; en invierno, velas y candeleros y una chimenea
que no eche humo; material para escribir; tener toda la
hospedería limpia de suciedad y telarañas, y alfombras de
juncos en el suelo… Deberá tener un criado fiel que no se
vaya a la cama hasta que los huéspedes se hayan
retirado. Deberá levantarse temprano cuando se marchen
los huéspedes para procurar que no olviden una espada o
un cuchillo y que no se lleven, accidentalmente, los
objetos propiedad del convento».
No todas las hosterías eran como las de los
monasterios pues, como hoy en día, las había desde las
más sencillas a las más lujosas, y ello especialmente en
Francia donde un viajero dice que encontró «toda clase de
comodidades; cámaras pintadas y camas blandas, bien
altas, con paja blanca y ablandada con plumas; dentro, es
la hostería para los asuntos amorosos y cuando llegue la
hora de acostarse tendrás almohadas de violetas para
reclinar la cabeza más muellemente; y por último,
contarás con electuarios y agua de rosas para lavarte la
boca y la cara…».
Sería el equivalente a un hotel de cinco estrellas de
hoy.
A los visitantes de los museos, cuando ven las camas
allí expuestas, les llama la atención dos cosas: una es el
pequeño tamaño de las camas y la otra los cortinajes que
las rodean. Lo primero se debe a que los hombres y las
mujeres de la Edad Media eran, con raras excepciones,
mucho más bajos que los de hoy en día, y la segunda que
las colgaduras no servían solo de adorno sino para
conservar el calor del cuerpo del durmiente aislándole del frío de la habitación.
Y digamos, para terminar, que generalmente al pie de
la cama había una caja o arca en la que se guardaban los
objetos valiosos de la casa. Como las camas eran muy
altas a veces se las usaba como peldaño para subir a
ellas.
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